Comentarios a las lecturas de la Misa diaria.

sábado, 27 de agosto de 2016

Domingo XXII del tiempo ordinario, ciclo C.

1ª lectura:  Eclesiástico 3,17-18.20.28-29; Salmo 68(67),4-5.6-7.10-11; 2ª lectura: Hebreos 12,18-19.22-24; Evangelio según San Lucas 14,1.7-14.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, como lo dice el salmo: es bueno con los pobres y los humildes.

Las lecturas de este domingo nos invitan a revisar nuestra vida en torno a esta virtud de la humildad.

Cuando uno tiene la oportunidad de leer toda la Biblia, se da cuenta que ésta es la pedagogía de Dios: la de manifestar su grandeza y fortaleza en lo débil, en lo pequeño. Y una, y otra vez, Dios se declara cercano del pobre, del que sufre. Esta pedagogía tuvo su expresión máxima en la misma encarnación de Jesús. Como nos lo dice San Pablo, "Él, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza"; "Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor... se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz". En la Cruz, Jesús termina de asumir toda nuestra naturaleza, hasta en sus aspectos más oscuros. En la Cruz, de verdad Jesús se hizo el más pobre de todos, y por su Amor, al resucitar, nos elevó junto a Él, y nos abrió el acceso a la mesa del banquete eterno, donde los últimos serán los primeros.

Por esto, si queremos seguir a Jesús, debemos cargar con nuestra cruz; es decir, también nosotros debemos tener esta actitud de humildad. Esto es lo que nos recuerda el fragmento del libro del Eclesiástico, "realiza tus obras con modestia y serás amado por los que agradan a Dios. Cuanto más grande seas, más humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor, porque el poder del Señor es grande y él es glorificado por los humildes". Esto implica ir contra corriente de una cultura donde se nos transmite que debemos ser número uno en lo que sea; o se es campeón, o no se es nada, empujándonos a una vida llena de frustración, porque es imposible que todos sean número uno. En esa competencia uno se vuelve soberbio, y termina despreciando a los hermanos. Como dice el Eclesiástico, la soberbia es como una planta maligna que echa raíces en nuestro corazón, y no nos deja ser libres ni felices.

Opuesta a esta cultura del éxito, la Cruz de Jesús nos enseña el camino de la verdadera realización; sólo un amor fiel hasta el extremo nos hará felices. 

A este Dios tan bueno, le vamos a pedir que nos ayude a crecer en el amor, sobre todo a los más desfavorecidos; y a María, la Madre humilde por excelencia, le pedimos que nos ayude a crecer en humildad, para que como dice San Pablo, en nuestra debilidad se muestre perfecta la fuerza de Dios.

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